Nada más había hecho terminar de llover aquella interminable
tarde abrileña de mediados de los 80. El olor a tierra mojada recalentada por
un sol que se hacía hueco entre los nubarrones, que aún por la sierra dejaban
caer visibles cortinas de agua, nos convocaba a mi hermano, primos Enrique,
Manoli, Rosa (creo que también Isidoro y JavI) y a este que os habla a jugar a
la Cruz en el patio de mis abuelos Enrique y Manuela. Mi prima Inma contaba con
algo más de un mes de vida (qué ganas de que se hiciera mayor, decíamos), el
resto de mis primos: José Manuel, Víctor, Fátima, María, Álvaro, Alejandro y
Raúl, ni en el pensamiento de sus progenitores traerlos al mundo.
El solar que
dejó el derribo de la antigua bodega de Flores (el Llano, para los niños de El
Prao) no podía hacer más honor a su nombre: una densa alfombra de jaramagos,
amapolas y margaritas hediondas formaban caprichosas formas junto a los
meloncitos, malvas, conejitos y avenas locas “Cuantas más cojamos, mejor”
decíamos. Todo era poco para adornar nuestro pasito que ya mi abuela estaba
conformando con todo el primor que una madre de madres puede ofrecer a los
hijos de sus hijos. Una enorme (desde la perspectiva de unos mocosos como
éramos) caja de cartón (¿o era un tabal de frutas?) cubierta con papel de
regalo “con cositas colorás”. La cruz, dos tablas pintadas de rojo, una tira de
papel de aluminio eran las bandas y el arco dos varas de esparraguera
salpicadas con florecillas, de las mismas que cogíamos en el llano. Mi prima
Rosa era la Hermana mayora (sí, mayora), con un palo de escobón como vara. Mi
prima Manoli, cual Mariquilla terremoto, pendiente de todo (ahí, apuntando
maneras) Mi primo Enrique y yo éramos los que llevábamos el paso y para evitar
disputas sobre quien iba delante y quien detrás (a cabezones no nos ganaba
nadie), optábamos por ponerlo de lado y cogerlo por los costados. Mi hermano
hacía de banda aporreando un bombo cilíndrico de detergente y… a darle vueltas
al patio. Había que echarle imaginación para ver en aquello tan solo un mal
remedo de lo que veíamos en nuestros mayores (de eso se trataba, de echarle
imaginación), sólo interrumpíamos el juego cuando, desde el salón se dejaba oir
la sintonía de Barrio Sésamo y la abuela nos tenía preparados los bocatas de
nocilla o, una exquisita tarta de galletas como sólo ella sabe hacer. Nada más
hacía empezar el tostón de Planeta Imaginario (para planeta imaginario, el que
teníamos montado nosotros), salíamos como potros de nuevo hacia el patio a
segur dándole vueltas a nuestra cruz. Mi abuelo, siempre tan bromista y guasón
con sus nietos, nos decía “qué aburridos, no echáis ni vivas ni ná”, otras
veces nos decía “a ver, qué banda queréis que os contrate” o “¿cuándo vais a
sacar el Romero?”. Hasta “Lesly” (nombre más ochentero, imposible), una perrita
de pelo lanoso que tenía mi abuela, nos hacía compaña. Cansados de tantas
vueltas por el patio, no sin antes jugar al más difícil todavía pasando por la
frondosidad del jazmín, hacíamos la recogida bien en la vaqueriza que había en
el corral o bien en el cuarto de aseo, cuya puerta daba al patio.
Desde las
cuatro esquinas, en la otra punta del pueblo, se dejaba oír una salva de
cohetes, signo inequívoco de que algo se estaba moviendo por la calle Cruz (por
eso llovió horas antes… no falla). A la sordina de aquel estruendo, desde
dentro de casa, quizás mi abuelo o quizás alguno de mis tíos, se escuchaba
“!VIVA LA COLORAITA!”, a lo que respondíamos en un despelleje de garganta
“¡VIVAAAA!”