Es fácil recurrir al verso de Pablo Neruda.
Hoy, 13 de agosto, se cumplen veinte años de aquella primera vez. Fue una cálida noche de Novena. Lo deseaba fervientemente desde que empecé a tener uso de razón. Sabía, bueno, intuía que si no era en aquel momento, no sería nunca. Nuestro recordado Don José el cura sólo había acabado de decir: “Podéis ir en paz”, mientras los fieles iban desalojando la iglesia yo me hacía el “longui” y me quedé sentado en el banco….. En principio tuve cierto pudor, pensaba que mi presencia allí podría resultar molesta para esa maniobra tan delicada, tal era el celo que por entonces existía en estos menesteres, ya que se podría mancillar la intimidad dada a la Imagen como si de carne y hueso se tratara. Pensaba una vez más “Tiene que ser esta noche cuando la bajen… segurísimo”. La duda se me disipó cuando, una vez cerradas a cal y canto las puertas de la Iglesia, vi a Remedios Hernández retirar los sitiales de los celebrantes y colocar uno de ellos pegado al frontal utilizándolo para subirse al altar de Cultos. Mientras tanto, varios hombres habían arrimado el paso justo al pie del camarín de la Inmaculada… no cabían dudas… aquella noche cumpliría un anhelado sueño.
Con parsimoniosa diligencia iban retirando las copas de loza que contenían los enormes bouquets de gladiolos ya casi vencidos por los días y el calor. Apartaban, también, los candeleros centrales para abrir un hueco en el centro. Cada grada que la camarista subía y despejaba de exornos, se me antojaba como un peldaño más hacia la misma gloria.
La visión no me podía resultar más fascinante: Presidiéndolo todo Ella, la reina y señora de este bendito pueblo. En aquella ocasión despojada de ráfagas, sólo corona y su, por entonces, sempiterno manto "juanmanuelino". Frente a Ella, a su misma altura y de espaldas a nosotros, Remedios Hernández, su camarista; a ambos lados, Juan Enrique y Alfonso Vázquez llave inglesa en mano… ni en el mejor paso de la sacra conversación. Genoveva se situaba un pelín más abajo, recibiendo las preseas que le iba pasando su compañera, ésta a su vez se lo pasaba a Ana “Lancha” que con toda la delicadeza los iba depositando sobre la mesa del altar: el cetro, los rosarios, la corona, las potencias del Niño, la toquilla, los pendientes… Todo iba pasando de mano en mano recibiendo el beso de los pocos devotos que aguardaban a pie de altar. Silencio, musitados suspiros, ruidos de nariz represores de incipientes llantos...
No sabría a ciencia cierta decir quién fue… seguramente una de las tres santas mujeres camaristas de la Virgen, lo cierto y verdad es que alguien me cogió la mano y depositó en ella la palometa que sujeta la corona y el tornillo rosca madera de las potencias del Niño, cerrándomela de inmediato. “Toma, tenlas ahí y no lo vayas a perder”… creo que jamás hice más fuerza con la mano cerrada.
Mientras tanto, Remedios y Juan Enrique iban quitando un sinfín de alfileres tanto de la toca (por entonces sin nada de blondas ni tocados) como de los costados. Retiraron el vetusto manto y apareció Ella sin nada, como siempre he dicho que más me gusta. La vi, menuda en la inmensidad de su altar de Novena, como en una nebulosa… no sé si por la emoción del momento o por el resto de humo del abundante incienso. Con extremado cuidado fueron bajándola poco a poco, pasando de mano en mano, hasta ser entronizada en su paso. Fuera, se dejaban oír las campanas y algún que otro cohete; dentro, un Avemaría siquiera sugerido entre un fervor ahogado por la emoción.
Aquella noche me dio tiempo de hacerme amigo de Mariano, un chaval madrileño que, junto a sus padres, había presenciado este acto también por primera vez. Remedios Hernández, al ver que dicha familia, sin vínculo de sangre con Villarrasa, se postraba por primera vez ante la Virgen de los Remedios; fue pronta a obsequiarles un alfiler de los que llevaba prendidos en el manto. Me acuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo de las palabras que le dijo a Mariano: “¿ves este afilerito tan humilde y poca cosa?, pues es de la Virgen… y eso lo hace muy valioso. Toma, para ti”. Jamás supo Remedios hasta qué punto se me clavaron en el alma aquellas palabras suyas propias de un santo. Como tampoco supo, y he de confesarlo, que en aquel momento me sentí algo desairado… Más pronto que tarde me di cuenta del significado de la parábola del Hijo pródigo: “Tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”.
Pues bien, desde entonces nunca falté a la cita, hasta diciembre de 2007 que fue la última vez. Unas veces la noche del 13 de agosto o 16 de diciembre, otras en el día de víspera por la mañana. Unas veces con el ciento y la madre allí presentes, otras en la soledad más absoluta con la ayuda esporádica de algún devoto. Las primeras veces como espectador-ayudante para acabar siendo agente. Agosto tras diciembre y diciembre tras agosto me han dado para poder presenciar de todo durante este íntimo acto, desde hombres como trinquetes agarrados a Ella a lágrima viva, como auténticos dramas personales y familiares que buscaban el último remedio donde poder aferrarse. En esos momentos es donde se palpa la hondura de la devoción de un pueblo. Esos años me enseñaron que no hace falta trajes ni medallas, ni ser el primero en los distintos actos… cualquiera de los que la ven pasar por cualquier esquina o de los muchos que van tras la cola de su manto, pueden ser un auténtico manual de devoción.
Siempre guardaré gran respeto y, por qué no, veneración por quienes me precedieron en estos menesteres. No sé si lo hacían bien o mal (para mí, de maravilla), tampoco si hacían lo correcto o no; o si se ajustaban a lo cofradieramente establecido…. Pero nadie puede dudar de la devoción y el respeto que ponían hasta en el más mínimo detalle. Casi dieciocho años (¡vaya con la cifra!) me llevé formando parte del eslabón que hace dos décadas muchos veían peligrar. Hoy, no me veo con la suficiente limpieza de alma (a veces me lo ponen tan fácil...) como para siquiera mirarle a los ojos como entonces… o a lo mejor entonces sí creía -¡qué iluso!- que era más digno de Ella.
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