
Un incesante "tictac" salía del péndulo del reloj de pared. Presidiendo el amplio salón un retablito con una estampa antigua de San Antonio de Padua con marco de fina labor de forja pintado de purpurina, flanqueado por dos farolitos con bombillitas perennemente encendidas, excepto cuando algunos de mis primos, mi hermano o yo las apagábamos para bromear con mi abuelo, pocas bromas soportaba tan mal como que le apagaran las luces a su San Antonio; para él era el summum de la irreverencia y significaba casi estar desprotegido; no, no llevaba demasiado bien que sus nietos gustaran de bromear con aquello tan sagrado para él. Mi abuela había remangado, por enésima vez, las rojísimas (cómo no) enaguas de la camilla para remover el poco cisco que quedaba en la copa y que ya había regado con romero bendecido del día de la Virguen (Virgen con “g” suave no podía ser otra más que la de los Remedios), “ya no hace tanto frío” –decía- “aunque mira cómo se pega las brasas a la badila”, barruntaba así que el tiempo iba a cambiar. Sobre la mesa, un cesto de porcelana con amapolas de plástico duro del año del cuplé (literal); al lado, una fuente con exquisitas tortillitas de bacalao. "Dang, Dang…" así hasta seis campanadas del reloj de pared retumbaron en la espaciosidad de la galería. Mi abuelo, que dormitaba como podía la siesta en su mecedora de loneta, miraba aquel mueble con manecillas y, de seguida, comprobaba la hora con su reloj de pulsera, volviéndose luego a dormir no sin antes reparar en las luces apagadas del retablo de San Antonio “¿Otra vez has apagado el San Antonio?” –medio me regañaba- “desde luego que no ideas cosas buenas, ¡vuélvelo a encender, hombre!”. Mi abuela se sonreía cómplice.
La voz de Garrido Bustamante, procedente del Radiola en blanco y negro, retransmitía la primera o segunda desde la Campana. Eso y los toros era lo único que a mi abuelo le merecía credibilidad de aquella caja del demonio, lo demás eran pepones pintados en el cristal (quizás no iba tan desencaminado). Al instante se dejó oír “… este palio acompañado de la Banda de Soria 9”, a mi abuela, más emocionada por lo que le recordaba que por lo que veía en la pantalla, se le escapó un “qué lindos los toques de la música de Soria”, y lo decía así, como si nunca la hubiera acogido en su casa. Era mil novecientos ochenta y… pero por sus octogenarios ojos, que comenzaban a asomar el vidrio de las emociones, bien pudiera ser mil novecientos veinti… Y, como si yo no lo supiera, como si pensara que semejante cosa se me pudiera olvidar, me espetaba casi con nerviosismo y con un ímpetu contagioso: “Niño, ¡¡QUE YA ESTÁ AQUÍ LA CRUZ!!”
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