domingo, 10 de julio de 2011

Paveas

               Estas tardes veraniegas que paso en mi huerto de Valdeperros, entre frutales (nunca me sabrá mejor una ciruela, pera, breva o granada que recién cogida del árbol… es más, no me la den de otra forma), cepas, tomateras y acequias; se convierten, en ocasiones, en la mejor aula magna universitaria de artes y costumbres populares.


               Este año sembramos una hilada de garbanzos entre dos de viña. El otro día procedimos a su recolección. Mi padre, agricultor de sabiduría antigua, me dijo: -“ve haciendo paveas conmigo”, comoquiera que soy un ferviente amante del lenguaje terruñero, lo dejé hacer por un momento mientras yo entonaba la consigna socrática del “sólo sé que no sé nada”. Con toda la solemnidad iba haciendo montoncitos, pero con la precaución de ir depositando los haces de forma cruzada, es decir, en distinto sentido unos sobre otros. Cualquiera me podrá decir que vaya cosa más tonta como para provocarme asombro. Y qué quieren que le haga, si son esos pequeños detalles los que, precisamente, son capaces de subyugarme.

               Y me subyuga, evidentemente, esa ritualidad que empleaban nuestros antiguos ante todo cuanto salía de la tierra. Y, encima, de la forma más espontanea y cotidiana. Eran capaces de sacralizar todo cuanto tocaban sus manos. La siembra, la recolección, la trilla, el venteo… la molienda, el amasijo, el horno, la señal de la Cruz cuando el fruto de sus sudores se concretaba en el alimento… todo se rodeaba de una liturgia capaz de dignificar hasta a las humildes migajas. Así, cualquierilla se atrevía a tirar un simple mendrugo al suelo… todo estaba bendecido por el buen hacer de nuestras gentes.

               En la era de la inmediatez, del todo por el nada, siempre supone un baño de buenos valores reencontrarnos con la madre tierra. Ella siempre enseña que todo ha de venir en su justo momento. Ni antes ni después.

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