viernes, 11 de marzo de 2011

Esto es Carnaval... otro grano de mostaza.

               Villarrasa es un popurrí de banderas y colgaduras. Hace semanas fueron las blanquiverdes, cuando gana “La Roja”, la rojigualda (qué me gusta que se asocien ambos términos); la primera mitad de mayo, colgaduras rojas; la segunda mitad, azules; en agosto de los dos tipos, y ahora en Carnaval, esa calle San José es una borrachera de colorines a cual más vistoso…y, ¿saben qué?, ME ENCANTA que así sea.


               Lejos de esa inanición cuasi patológica que parecía inundarnos no hace demasiado, me quedo con esta tendencia, cada vez mayor, de no tener pudor a la hora de exteriorizar nuestros apegos. Mi memoria no alcanza a recordar cuándo nació esta fiebre “colgaduril”, pero estoy seguro que no mucho más allá de mediados de los noventa del ya pasado siglo. A lo más que se llegaba era a ver la bandera de España en algún balcón salteado en alguna procesión o alguna colcha de piqué para el Corpus. Adornar las calles era para algo muy, muy, pero que muy excepcional. Hoy no, hoy cualquier cosa es motivo para poner nuestras fachadas de punto en blanco.

               Villarrasa comenzó a celebrar el Carnaval por los años treinta del siglo pasado. Conocidos eran los piques que había entre dos agrupaciones: la del Barberillo (a la que, por cierto, pertenecía mi abuelo) y la de El Tati. ¡Ay, el Tati!… ¿qué decir de D. José María Martín Valero? Hablar de él ocuparía el doble de espacio que si reuniésemos todas sus coplillas. La mordaza que impuso el Franquismo acabó con aquello, aunque aquellos días se solía ir de fiesta al campo. Ya entrada la democracia, el Colegio comenzó a celebrar el carnaval, primero de verjas para adentro, después saliendo a la calle. En 1988 es el primer año en que se “institucionaliza” de alguna forma esta fiesta inminentemente espontánea. Recordada es aquella mayoret entradita en carnes y aquel dragón (que tuve el honor de ayudar a hacer con tan solo ocho añitos) y la genial idea de enterrar algo tan nuestro como la espinaca. Agrupaciones como “Los Pingüinos”, “Muñecos al borde de un ataque de nervios”, “Los Cuarentones” (ya sesentones), “Los Desiguales”, “Los osos amorosos”, “Las ratitas presumidas”, “Las Legionarias”, y tantas y tantas más agrupaciones de las que no me acuerdo el nombre. Todo vino a menos y, a mediados de los noventa, dejó de celebrarse. Cayó en el más absoluto ostracismo. Resurge varios años más tarde, de la forma en que, bajo mi opinión, debe resurgir todo: poco a poco y sin prisas.


               Por eso muestro mi más profunda admiración por la Peña Carnavalera de nuestro pueblo. Prueba de que, poco a poco, parece que nos estamos quitando la costra de los complejos. Hace quince años no existía el Carnaval, vamos, dejó de celebrarse, como tantas y tantas cosas de nuestro bendito llano. A finales de los noventa, un grupo de personas a las que no les importó el qué dirán, se echaron a la calle ante la absoluta pasividad del vecindario. Repitieron al año siguiente, y al siguiente, y al siguiente…. La siguieron y la consiguieron. Sé, y me consta, que organizar cualquier evento supone lo que no hay escrito de dedicación, esfuerzo y no pocos sinsabores; pero por fuera sólo se ven los frutos. No fueron de víctimas, no echaron culpas a nadie de ningún fracaso, no se organizaron como contrarresto a nada… simplemente se limitaron a salir a la calle (sin apoyo institucional) y contagiaron. Hace poco más de una década, disfrazarse era de friky, ahora el friky es el que no se disfraza. Y yo que me alegro (aunque no me disfrace).

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