
Más tarde, mi bisabuelo se casó con la que sería mi bisabuela, más de abajo que una ojiva de azulejos (de haber existido entonces), hija de aquella crucera decimonónica que reza en los documentos de la época y que aludí en la entrada anterior. Ya casados se fueron a vivir a la calle Piñón, justo al lado de la casa de Hernández, con quienes le unían estrechos lazos de amistad. De un extremo pasó a otro. Ya en la calle Chuzos se criaron mi abuela y demás hermanos de ella. Pasaron los años diez, veinte, treinta y, a mediados de los cuarenta, mi abuelo le pide la mano de la hija del que fue su vecino en la calle nueva, se casan y se van a vivir a la calle larga, dos o tres casas más al norte de la capilla de la Cruz de Arriba. Allí nacieron mi padre y mis tíos, y allí se criaron.

No pocas veces, cuando tiraban el toro de fuego, el zaguán de la casa de mis abuelos se convertía en el cuartel general de multitud de muchachas de abajo cuando entre la algarabía que corría el toro se encontraban incipientes noviazgos, cosa que hacía q muchas veces llegaran con el armatoste pirotécnico hasta la misma puerta y colara alguna que otra culebrina dentro de casa, con el consiguiente regodeo y algarabía. Escenas que se recuerdan con simpatía, nunca como algo ofensivo.
Con cuánta ternura evoco mi niñez cuando mi madre me mandaba a la tienda de Laureana y, llegada la época de la Cruz, no dejaba de ser objeto de los galanteos de arribeñas de oro. Entre ellas recuerdo a Rafaela la Crusanta, Mariquita la Casilla o a Lola la Pitito, que siempre hallaba acomodo en mi casa para sus loterías, rifas, etc. Recuerdo a no sé quién que, dándome dos besos y apretándome el mentón, me solía decir: -“Y este niño tan guapo, ¿de qué Cruz es?”. Lucita, con un gesto cómplice, me decía -“Venga díselo”. Era entonces cuando, sin decir ni pío, mi índice señalaba hacia abajo, provocando los chillidos de las presentes y que me dijeran: -“Joío, tú igualito a tu padre, que cualquierilla lo hacía meter por verea”. Tan tímido y vergonzoso, el color de mi cara delataba aún más de la Cruz que era –y soy-.
Sí, la Cruz de personas que he querido y quiero mucho. Personas devotas de la Santa Cruz de Arriba. Personas que tuvieron la dedicación de sentarme en su regazo a contarme historias de su devoción, como mi abuelo, que cada vez que lo recuerdo se me saltan las lágrimas; no sé… quizás lo quería demasiado, o quizás me da rabia de no haberme dado tiempo suficiente para conocerlo del todo bien. Por eso, que nadie intente calibrar mis sentimientos.
Todos, absolutamente todos, tenemos a alguien querido, recordado, amado, respetado, admirado, e incluso cuasi idolatrado, perteneciente a la otra Hermandad. Por eso, hay que extremar el cuidado a la hora de exteriorizar nuestros sentimientos. No logro comprender esa especie de exclusión o segregación por castas o clases que tan de moda está últimamente. Por suerte o por desgracia, todos cuantos habitamos este pueblo nos solemos conocer lo suficiente.
Por ellos, por su memoria, va dedicada esta entrada.
Gracias, Enrique, por dejar volar a mi Paloma por tu blog. Las cosas son tan sencillas cuando se quiere que así sean...
ResponderEliminarAbrazos. JJ.