domingo, 5 de diciembre de 2010

El día de la Pureza de 1989

               Desde siempre he escuchado a mis mayores llamar a este día así: “La Pureza”. Cada vez que llegan estas fechas, mis padres siempre evocan recuerdos de cómo pasaban este día en su niñez. Los dos confluyen en que era la época propia de la matanza del cochino. Mi padre cuenta cómo un pariente suyo hacía ésta labor en pleno porche de la Iglesia. Nos podemos imaginar el regajo que entonces era la actual calle La Torre, sus alcantarillas junto al "cortinar" que daba frente a la puerta de poniente (la que está cegada), además de la algarabía que supondría los característicos chillidos del animal mientras la gante se encontraba en Misa. Se me antojan estampas costumbristas de una época que ya no volverá (en parte, afortunadamente) y que mi progenitor evoca con simpatía y a veces con toques de humor.


               Con talante distinto lo recuerda mi madre. Para ella, la llegada del día de la Pureza suponía un trago de los de “pase la mala hora”. Igualmente en su casa, la de mis abuelos maternos, se hacía la matanza del cerdo. Para mi madre, amante -yo diría que casi obsesiva- de la limpieza, suponía un auténtico trauma el hecho de que el animal tuviera que estar desde la víspera abierto en canal encima de la banqueta en medio de casa, a la espera de que el matarife terminara de ejecutar la faena al día siguiente… “y no te ensucies la ropa, que esta tarde sale la Virgen”. Simplemente cosas de pueblo, además de un pueblo que nunca ha emulado no serlo. Lo es, lo parece y lo vive como tal. Haciendo de lo cotidiano solemne y de lo solemne cotidiano.

               Sin embargo, a mis 31 años también guardo en el “doblao” de mis recuerdos algún que otro día de la Pureza digamos que peculiar. 8 de diciembre de 1989. Jamás se me borrará de mis retinas lo vivido aquel día. Anímicamente no andaba muy allá, la verdad es que la trágica muerte en accidente de tráfico de nuestro querido, recordado y llorado alcalde D. José María Boza Benavente semanas antes, tuvo en mi casa el mismo efecto que una auténtica bomba; no en vano, además de ser familiar cercano, era fiel amigo de mi padre y ambos compartían ilusionantes proyectos fruto del ardor que sentían (y bien me consta) por su amada Villarrasa y que más tarde se verían materializados.

               La madrugada de aquel 8 de diciembre fue de lluvias torrenciales, vientos y tormentas (recuerdo un invierno muy parecido al pasado de 2010). La mañana amaneció con una quietud sospechosa. Nadie se podía imaginar lo que iba a ocurrir varias horas más tarde. Como quiera que fue, para ese día se nos citó por la mañana a los niños de 5º de catequesis a una celebración que, en principio, se haría en la ermita de los Remedios con motivo del día de la Inmaculada Concepción. Hubo, sobre la marcha, que desistir de la idea ya que a esa misma hora se estaba preparando la Imagen de nuestra Patrona en sus andas de traslado, puesto que ese mismo día por la tarde se llevaría (como era tradición) a la Iglesia para celebrar la Novena.

              Mientras las catequistas decidían qué hacer, aguardábamos los repentinos chaparrones que se levantaron en el zaguán de la casa de la ermita donde vivía Don Rafael y su hermana Doña Carmen (siempre en el recuerdo nuestro querido D. Rafael Infante de Cos, que tanta buena semilla sembró en su pueblo que es el nuestro). Cuando acertó a medio escampar, nos llevaron al Hogar parroquial para tener unos momentos de asueto antes de la celebración. A lo lejos vi a mi hermano como un poseso asomarse al postigo entreabierto de la puerta de la Iglesia, cuando pudo divisarme, corrió hacia mí con la cara desencajada preguntándome insistentemente si me encontraba bien, que si no me había pasado nada. Extrañado, le dije que no me pasaba nada. A esto, un compañero de clase se acercó en bicicleta –llegaba tarde- diciendo a voz en grito -“¡anda que el viento ha hecho poco en el Prao!”. En un principio pensé en la infernal madrugada que había hecho, mi hermano se marchó ya más tranquilo de verme “sano y salvo”, no le di más importancia al asunto y proseguimos con la celebración de los niños de catequesis de manera recogida (muy raro en unos cafres como nosotros) en la capilla del Sagrario de la Iglesia.

               Cuando me dirigí de regreso a casa, ya pasada la una o más del mediodía, conforme me iba acercando iba viendo un panorama que me dejaba boquiabierto a cada paso y que me hacía pensar que algo “gordo” había sucedido: tapaderas de depósitos estrelladas en el suelo, trozos de tejas, persianas rotas y descolgadas, farolas y antenas de TV vencidas, trozos de “uralita”, cristales por doquier, me llegué a enterar incluso que parte de la estructura de un tejado había ido a parar al tendido eléctrico ferroviario… cuando doblé la esquina de mi calle y vi a mis padres asomados a la puerta conversando con otros vecinos más sobre lo que había ocurrido, casi echo a correr hacia ellos esbozando un sollozo (¡qué manteca era por entonces!), no por nada, sino que tanta confusión e información entrecortada me provocaba cierta angustia.

               Comprobé que al poco de marcharme por la mañana sobrevino un tornado (rarísimo fenómeno por estos lares) en la zona donde vivo, y de ahí la desazón de mis padres y hermano por saber de mi estado. Lo que no sabían era que había afectado sólo a una parte del pueblo, sin sentirse siquiera en la zona donde me encontraba en ese momento. A pesar de la gravedad de lo ocurrido, no faltaron las anécdotas más o menos simpáticas como aquel mulo que, pasada la ventolera, apareció en medio de una calleja (creo que la calle Agricultores) sin embargo las puertas del corral (“la portal”, vamos) estaban cerradas a cal y canto -“¿habría volado?”-, se preguntaban absortos los que se acercaron al lugar. Con el tiempo pienso si aquello sería puro canelo o realidad, de todas formas no deja de tener su punto gracioso. Mi casa, en particular, quedó bastante mal parada a causa de aquello; era de las antiguas de muros anchos de laja y tierra, y arquerías de medio punto en el “doblao”. Tuvimos que comenzar el laborioso proceso de proyección y construcción de una nueva.

              Quién diría que aquel aciago día para Villarrasa saldría a la calle la que es su Medicina, y como tal, todos los ojos tornaron a Ella, pues había que agradecerle el que no hubiera ocurrido desgracias mayores. Almorzamos con el susto aun metido en el cuerpo cuando, a eso de las 4 o 5 de la tarde llegó mi hermano diciendo que la Virgen iba a adelantar su salida y que saldría ya de inmediato (por entonces, el traslado de diciembre se efectuaba, como muy tarde, a las 18,00 horas). Mi madre casi riñó al mensajero diciendo que qué locura era esa de sacar a la Virgen tal y como estaba la tarde y, encima, sonando tormenta. Efectivamente, entre trueno y trueno, se dejó oír una salva de cohetes y el repique de la campana de la ermita. -“¡Qué locura!”- no dejaba de escucharse en mi casa mientras nos arreglábamos para asistir al traslado -“mira que si estando en la calle le llueve… ¡¡¡que son quinientos años los que tiene!!!”. Cuando llegamos, ya la Virgen iba camino de la Plaza Vieja (creo que llevaba el manto crudo brocado), al fondo, no paraban los relámpagos, aunque no cayó una gota durante el breve recorrido. Fue una imagen sobrecogedora. Recuerdo cómo una venerable señora muy devota de la Virgen (de las que ya cuesta trabajo encontrar) al mirarla durante el traslado, le dijo: “Ay, madre mía de los Remedios, se te ve la cara pálida y triste, parece que no auguras nada bueno” Aquellas palabras salidas obviamente de los ojos de su alma más que de los de su cara, se me grabaron de tal manera que los hechos posteriores me hicieron creerlo a pies juntillas. Fue un diciembre bien movido... Es un dicho muy común en mi pueblo que si llueve para la Pureza, llueve también el 18… y vaya si acertó aquel año. Y por si fuera poco, al día siguiente de madrugada se produjo un terremoto, el primero que sentí en mi vida… ¡vamos! como para no tener en cuenta las palabras de aquella señora.

               “Demasié pal body”, como diría aquel, en un niño de apenas 10 años.


Recorrido aproximado que hiciera aquel fenómeno atmosférico que azotó Villarrasa aquel inolvidable día de la Pureza de 1989.

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