lunes, 30 de mayo de 2011

Felicidad.

               Si ya, de por sí, obligar a alguien a hacer algo feo es de todas, todas, deleznable… ¿Habrá algo más terrible que obligar a “ser feliz”? Se suele decir, no falto de razón, que la felicidad es un traje que hay que hacerse a medida… y subrayo lo de “hacerse” y no que nos lo hagan. Aunque, eso sí, respeto a quienes se lleven la vida esperando veredictos del comité de moral ajena de turno.


               Hace tiempo, no me acuerdo dónde ni de qué, pude ver una foto de cierta antigüedad en la que aparecían dos chiquillos vestidos de flamenco con caras atemorizadas y a su vera una señora mostrando un gesto como de estar diciendo “Como os mováis un milímetro, os caneo a los dos”. No la he vuelto a ver más (ya digo, no me acuerdo dónde ni de qué era), se me quedó grabada en la retina. Más veces de las deseables, cuando traemos niños al mundo, no nos planteamos siquiera la posibilidad de que engendramos personas libres y no clones destinados a satisfacer las frustraciones de sus progenitores.

               Lo mismo ocurre en organizaciones donde hay que cerrar filas, por narices, para guardar unas apariencias… comulgar con ruedas de molino con tal de que no digan de nosotros. Anular la persona para resaltar la colectividad, aniquilando el debate, la dialéctica y el contraste de ideas. Por mi parte, siempre huiré de aquellas estructuras sociales donde el mandamás se tira una flatulencia y sus secuaces quieren hacer ver al resto de los mortales que aquello huele a rosas.

               También lo vemos en los medios de masas… precisamente el otro día me quedé estupefacto viendo cómo en un concierto los padres animaban a sus hijos a cantar y bailar canciones de la infancia (de cuando se jugaba en la calle)… el espectáculo no podía ser más pintoresco: los padres saltando y brincando mientras los niños pasaban un kilo de aquello. Me causó tanta ternura como desazón. Me bastó para afianzarme más en mi tesis: basta que algo sea impuesto –sea lo que sea- para que se le haga “fú”. Con miel se atraen más insectos que con vinagre.

               Acabo de pasar la tarde en el campo (las cosas de tener un huerto, y con estas calores...), al llegar a casa para plasmar estas reflexiones por escrito, no ha hecho más que terminar de pasar el Romerito de la Santa Cruz de Arriba por mi puerta. Al parecer hay quienes consideran este tramo de mi calle como carrera oficial y no dudan en desplegar todo su repertorio de vivas y consignas. Como entre medios días siempre hay días enteros, echo cuenta en las palabras de mi bien admirado arribeño José Joaquín: parece que en Villarrasa se ha instalado dos bandos irreconciliables dispuestos a gritarse sus diferencias… como si nos tuviéramos que convencer de algo. Pero eso forma parte de la fiesta, y mañana, seguro, dependeremos unos de otros, como es habitual y gracias a Dios que así es.

               Bueno, a lo que iba (perdonen el inciso circunstancial), como una de mis pasiones son los cortometrajes, me he acordado de uno que vi hace ya unos lustros y viene como anillo al dedo de lo que vengo hablando. Se titula “Los Díaz Felices” de Chiqui Carabantes. Desconfíen de su apariencia naïf del principio, cuando esconde un trasfondo terrible y más común de lo que pensamos.



No hay comentarios:

Publicar un comentario