jueves, 6 de enero de 2011

Los Reyes Majos.

               Me llamarán aguafiestas si admito que nunca creí –o, al menos, no tengo conciencia de ello- que los Reyes Magos no son los padres, pero así es. No recuerdo a mis progenitores decir nunca nada al respecto, dejaron que me diera cuenta por mí mismo… bueno, también el hecho de tener un hermano mayor ayuda bastante en las despabiladeras.


               Yo tendría unos cuatro o cinco añitos, no más, cuando, después de ver pasar la Cabalgata por mi puerta (por entonces sí pasaba), dijo mi madre: ”A ver qué nos han dejado los Reyes”. Aquella expresión suya salió espontánea, ni de lejos lo dijo como queriendo engañarme…. Vamos, que aún hoy lo sigue diciendo. Fuimos a un cuartillo que había en mi casa junto al zaguán, sacó a rastras una enorme caja de cartón y allí se encontraban todos los regalos, los mismos que, días antes, habíamos elegido en casa de Manuela la de los calentitos, que montaba cada año una efímera juguetería en la calle Real.

               Sin más duelo ni quebranto, llegué incluso a ayudarla a colocar los regalos a los pies del árbol de Navidad, a la espera de que llegaran mi hermano y mi padre, ya que éste llevaba el tractor de una de las carrozas y mi hermano lo acompañaba sentado en el guardabarros (puesto que también ocupé yo transcurridos los años). Aquella noche se me disiparon todas las dudas. Aún estando en el estadio de las operaciones concretas, no me entraba en la cabeza que esos señores que iban en las carrozas se colaran tan sigilosamente en mi casa y, delante de mis narices y sin que me diera cuenta, me dejaran semejante bulto y, encima, guardado en el cuartillo del zaguán. Consecuencia: la “ilusión” de los Reyes Magos la he vivido siempre así, sin traumas, ni nada por el estilo. Mis padres me enseñaron desde bien pequeño a valorar, ante todo, la intención y el cariño con que se hacen los regalos. La dádiva es siempre un gesto de amor de quien la hace para quien la recibe, nunca una recompensa por algún favor o esfuerzo “forzado” (valga la redundancia). Nunca me acostumbraron a moverme en función de premios o castigos.

               Nuestra ilusión (de mi hermano y mía) era otra bien distinta: la de dar con el escondrijo donde mis padres guardaban los regalos de Reyes. Actualmente, entre carcajadas, les reprocho la falta de originalidad que tenían, siempre los guardaban en el ropero de la habitación de matrimonio. Ellos creían que no nos dábamos cuenta… o a lo mejor sí y también disimulaban… ahí radicaba en mi casa el encanto de los días previos al 5 de enero: en ese juego de disimulos.

               Nada comparable a ahora. Aún retumban en mis oídos la reprimenda que me echó un pariente porque le dije a su hija, con toda naturalidad, el “secreto” de los Reyes Magos y, más grave, de Papa Noel, que por qué le había quitado la ilusión. La cosa tendría su sentido a no ser porque ese mismo año la niña hacía la Primera Comunión. Consideré que para ello se necesita una capacidad de abstracción que ya, de entrada, digo que a esa edad aún no se tiene desarrollada.

               Y qué me dicen de los periodistas. Los de Canal Sur se llevan la palma muchas veces. “Sus Majestades los Reyes acaban de llegar a Andalucía”… ¿Es que nadie piensa contar la tradición de los Reyes como eso, como una tradición?. Nos imaginamos la cara que se nos pondría si, al paso de una procesión de Semana Santa, el reportero soltara “Nos encontramos aquí en la calle de la amargura y tenemos con nosotros a María de Nazaret, que, llorando va detrás de su Hijo que va cargado con la Cruz, cuéntenos, ¿qué noticias le ha traído San Juan?”. A veces llegan a tal nivel de estulticia que, en ocasiones, me siento hasta insultado en mi inteligencia.

               Pues eso, felices Reyes, y que la palabra ilusión no tenga en nuestras vidas su significado etimológico (del Latín illudere:”burlarse de…”, “engaño”), porque si no, vamos aviaos.

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